miércoles, 30 de septiembre de 2009

Danger Buenos Aires

viernes, 25 de septiembre de 2009

Bajo los árboles de las palabras, en dónde duermen las imágenes,
la lengua repta y se humedece.

Personajes erráticos gritan sus nombres,
patean la niebla anónima.

Mujeres alunadas,
lunáticas yerran
la noche blanca con anteojos negros.

En las ramas de los árboles las amazonas se frotan mientras los guerreros se emborrachan,
se prenden fuego.

Los marineros abandonan el barco seducidos por una sirena gorda,
una loba de mar que se emborrachó con la espuma de las olas.
El sexo crece, desborda,
en el fondo del salón un inmenso acantilado.
Oscurece.

Noche circular, las botellas giran como las tasas de un parque de diversiones.
Vestidos blancos a lunares negros destilan el brillo de las estrellas despidiéndose.
El sol llega rodando
y aplasta los ojos de los que sostienen vasos fatigados,
bailan los hielos moribundos.
El viento huele en el cogote el olor a despedida y lo propaga por los cementerios y las chimeneas de los edificios antiguos.

Alguien rompe de una patada la bolsa que lo encuba, y sale al mundo en forma de gusano, de palabra encadenada a otra.
Fantasmas huérfanos mendigan de noche sobre las esquinas de los veranos ya idos,
no quedan ni migas.
Se arrodillan, gritan nombres y fechas
esperando que alguien los escriba
antes de extinguirse de un suspiro.

Leo o escribo solo para escuchar la voz de los mudos moribundos.

martes, 8 de septiembre de 2009

II

Los
conejos
verticales

la alzaron,

subieron
la escalera
caracol.

Alicia
volaba
en círculos
sobre una alfombra de conejos
que le aconsejaba no moverse
para no perder la virginidad.
I

En el camino había comadrejas que le hablaban el idioma repugnante de las comadrejas puritanas, educadas en la represión bestial del instinto.
Alicia avanzaba y gritaba: No voy a escucharlas, no quiero escucharlas.
El tono de las voces venía de una telaraña sonora en el tiempo, en el centro gritaba una comadreja reina comandando siervos y nietos, entre cisnes embalsamados junto a candelabros de plata.
Alicia avanzaba aunque sus brazos se batían contra las invisibles voces que rasguñaban su cara.
Insectos de larga virilidad clavaban sus falos sobre las pantorrillas húmedas hasta sangrarlas.
Su pubis era adolescente, como de algas verdes, y estaba iluminado por los rayos fluorescentes del bosque.
Una hilera de árboles la miraba pasar con las ramas erectas por su candor de virgen.
Llegó transpirada, con nauseas, a una casa habitada por conejos blancos.
La recibió una coneja con cofia y delantal de sirvienta, y olor a pan en las orejas, la abrazó y le tomó la temperatura.
Se abrió la puerta, y centenares de ojos rojos de conejos blancos la miraron.
Se desmayaron las rodillas y los muslos como chanchos exhaustos.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

La noche estaba ciega por la niebla, que cubría los cielos de Londres atestados de crímenes y narices respirándolas dormidas. Las chimeneas de las fábricas empezaban a bostezar, los ferrocarriles trasladaban autómatas con ojeras como trampolines hacia la depresión de los años treinta.
El escritor acariciaba las hojas de su libro, manchadas de sangre y lloraba, no por el asesinato que acababa de cometer, no por el cuerpo sangrante de su mujer sobre los azulejos del baño.
Un gató en la vereda, revoleó la cola y tiró la tapa metálica del tacho, El escritor pensó que siempre que terminaba una novela los tachos de basura se movían hablándole, no era posible llegar a la última página sin sentir que un pedazo de sí mismo se independizaba de él y lo abandonaba.
Él era la heroína de su novela, la acribillada en la vereda por el cuchillo de Madame La Morte. Él era la cabeza de su mujer desangrándose, diciéndole que lo amaba y la sangre metiéndose por debajo de la suela de los zapatos y adentro de las uñas de los dedos de las manos. La muerte de su mujer no lo despertaba de la muerte de la otra, ni de su propia muerte que lo hacía ensuciar las páginas del libro con sus huellas digitales como si la sangre fuera propia.
La no tangible ni corpórea había muerto sobre la vereda vestida de rojo con el mismo vestido que lucía su mujer ahora muerta sobre el escenario del crimen, sobre el charco de sangre, era también su casa, y el jardín la pequeña sepultura de su pequeña mujer asesinada.
En el último tiempo había sospechado la existencia de un lazo oculto. Ahora las dos estaban muertas con el mismo vestido rojo. El nombre de una escrito con tinta negra, y él lo embadurnaba con la sangre de la otra como si los dos nombres se fecundasen en el sin aliento. La sensación era que las dos ahora eran la misma mujer o dos partes de él mismo. Corrió al baño, se resbaló sobre el charco de sangre, siguió de largo para arrodillarse en el piso, rasgar el vestido de su mujer y arrancarle el cuchillo de los senos.
La cargó en los hombros y caminó hacia el jardín. Bajo un limonero enterró a su pequeña mujer, un limón cayó sobre su cabeza cuando arrojó la última tierra que le quedaba. Dijo: ay. Desapareció de la ciudad.
La policía entró a la casa cuando una manada de cuervos desenterró a la muerta bajo el limonero. Un vecino que estaba cortando ramas de un árbol, se desmayó arriba de la escalera cuando vio a su vecina convertida en cadáver, pudriéndose. Estuvo inconsciente en una ambulancia y cuando llegó al hospital no se acordaba ni de su nombre y le preguntaba a su mujer que lloraba- quién sos?-
En el departamento la policía no encontró ningún indicio. Alguien había robado la novela con sus huellas digitales.