martes, 6 de abril de 2010

Una niña procreada en un cementerio, de ojos rojos, nacida entre calas y perros como lobos que olfatean cadáveres calientes.
La madre enhebra ramos de flores, las vende a los que llegan para despedirse de los muertos, regala estampitas con santos, a los que lloran.
El padre es un fantasma de pelo blanco que camina arrastrando una pierna.
La niña se parece al padre: tiene mechones de pelo rubio que se vuelven rojos cuando el sol se prende fuego en el horizonte.
La niña crece, juega entre lápidas, bóvedas y nichos.
Imagina historias entre los que fueron comidos por las bocas del cementerio, y quienes frecuentan a los muertos.
La niña tiene una cámara de fotos que encontró sobre la rama de un árbol, saca fotos a los vivos y a los muertos.
La niña salta a la soga y repite de memoria nombres inscriptos en lápidas, canta y baila canciones de muertos.
Una noche de tormenta, llueven renacuajos y sapos.
Alguien se roba tres lápidas en la que se inscribe un mismo apellido con tres nombres diferentes.
La niña está dormida, su madre al lado, le teje un sueter rojo para el invierno.
La niña entre sueños repite tres nombres y un apellido, entre ellos el de su padre.

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