jueves, 18 de febrero de 2010

La isla estaba rodeada de loros que repetían la misma canzoneta.
Eran loros mecánicos adiestrados por los servicios de inteligencia del estado.
Se iniciaban a las cinco de la mañana, hora en que el relojero se colocaba el ojo de vidrio para salir a trabajar.
Las radios se encendían, junto a los faroles del amanecer,
se anudaban las corbatas mientras los publi-loros anunciaban en la radio la pasta de dientes oficial.
Los jueces de la injusticia suprema tenían blancos los dientes gracias al dentífrico Justo.
Las blancas dentaduras sonreían cuando sentenciaban a cadena perpetua a los anormales que carecían de tarjeta de crédito.

En todas las vidrieras estaba encendida la televisión, era obligatorio caminar mirando hacia la vidriera, e inspectores a sueldo se escondían y detenían a los hombres en la calle para preguntarles de que color era la camisa del presidente y cuál era la gaseosa obligatoria del día.

Había peajes, era obligatorio detenerse para comer y beber tal o cual, respetar los convenios de consumo era el primer mandamiento.
Con los dientes masticando había que mirar hacia la cámara de la garita y levantar el pulgar de la felicidad.

El gobernador ingobernaba por las mañanas, a la tarde dormía la siesta abanicado por una docena de negros profesionales del aire.
Sus secuaces cambiaban dólares en el horario en que el banco cerraba para no tener que hacer la fila,
la primera dama se maquillaba para escapar en helicóptero hacia las Bahamas donde la esperaba una lancha para secarse el pelo.

El departamento de la memoria estaba ubicado en una casa de papel con una chimenea de fósforos, se borraban listas de cadáveres y crímenes con grandes gomas,
se anulaban partidas de nacimiento de los hombres rebeldes que instantáneamente eran declarados no nacidos, los familiares y amigos estaban obligados a declarar su inexistencia y mirar hacia delante, hacia el progreso de la gran urbe pajarraca.

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