domingo, 5 de octubre de 2008

Él se torcía adentro de ella como la suela de un zapato cuando se rompe de la peor manera, en el peor lugar, en la peor escalera mecánica, en el peor muelle, en el medio de la ruta de la peor noche haciendo dedo.
Ya no eran él y ella, eran dos extraños no entre sí sino adentro de ellos mismos.
Alguien se había bebido el ánima anterior.
Quedaban pedazos, reminiscencias que se cristalizaban doliendo cuando la melancolía se despertaba con ganas de llorar y de quiero ir a mi casa.
El aliento neurótico de la atmósfera era el caño de escape de una moto golpeándole el propio aliento.
En los últimos tiempos él y ella y todos los demás zapatos y sus suelas se habían despegado.
Ya nadie de los de antes estaba en el mismo avión, todos los zapatos se habían caído del estante al despegarse las suelas.
Las valijas se habían caído del portaequipajes en el medio del vuelo hacia algún destino.
Ella sabía que en el aeropuerto encontraría nuevos compañeros de viaje que le correrían del camino los pedazos de suelas y cordones con restos de lágrimas que le dolían.

La máquina de fotos con él y ella adentro se había roto, y en esa ruptura se liberaban las ánimas atrapadas en el lente que deforma.
El encierro rompía a patadas el postigo y la sensación de libertad era salir de un cuarto oscuro, saltar sobre la máquina de escribir a hacer un acta de defunción.
El aire, el humo, la moto, habían cambiado los ojos por huevos, y había gallinas muertas en el medio de la ruta, en las alas del avión, en el medio del aire junto a las valijas cayendo con los zapatos rotos.
El chamán de la soledad, el que enunciaba su nombre en el momento de abrir caminos, tocaba el instrumento
y ella rompía un cerco repleto de plantas y suelas y reminiscencias.
Un pasillo se abría paso entre la multitud para caminar sola, sin humo, sin recuerdos, sin madre, sin nadie alrededor,
sin él,
ni ellos,
ni zapatos rotos.

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