martes, 8 de septiembre de 2009

I

En el camino había comadrejas que le hablaban el idioma repugnante de las comadrejas puritanas, educadas en la represión bestial del instinto.
Alicia avanzaba y gritaba: No voy a escucharlas, no quiero escucharlas.
El tono de las voces venía de una telaraña sonora en el tiempo, en el centro gritaba una comadreja reina comandando siervos y nietos, entre cisnes embalsamados junto a candelabros de plata.
Alicia avanzaba aunque sus brazos se batían contra las invisibles voces que rasguñaban su cara.
Insectos de larga virilidad clavaban sus falos sobre las pantorrillas húmedas hasta sangrarlas.
Su pubis era adolescente, como de algas verdes, y estaba iluminado por los rayos fluorescentes del bosque.
Una hilera de árboles la miraba pasar con las ramas erectas por su candor de virgen.
Llegó transpirada, con nauseas, a una casa habitada por conejos blancos.
La recibió una coneja con cofia y delantal de sirvienta, y olor a pan en las orejas, la abrazó y le tomó la temperatura.
Se abrió la puerta, y centenares de ojos rojos de conejos blancos la miraron.
Se desmayaron las rodillas y los muslos como chanchos exhaustos.

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