sábado, 26 de diciembre de 2009

El tiempo estaba hinchado del sinsentido, embarazado de lechones aburrimientos.
Los amigos habían huido a cuevas remotas, y yo estaba sólo obligado a estarme conmigo y con mis huesos.
Sabía que no tenía otra alternativa que aprender a escribir para vencer el aburrimiento padre de vivir anclado a mi persona.
En la isla lo único que no escaseaba era el lápiz y el papel. Mi isla era de asfalto, de obelisco fálico, de autos incesantes de la mañana a la noche.
Putopía, se llamaba.
Al menos sentí alivio al escribir el nombre.
Putopía, escribí y dejé que el aire mentiroso de los Buenos Aires se lleve el papel.

Adentro mío había un agujero gigante que se ensanchaba, me iba devorando la capa de afecto.
Los músculos de las piernas se me entumecían por la falta de bicicleta.
Aburridos lechones me miraban desde la terraza de la torre preguntándome que iba a hacer de mi existencia,
se chupaban los dedos sucios manchados con restos navideños,
y me suplicaban que saliera a la terraza para morderme los muslos gordos,
la digestión era una siesta interminable.

Las sombras de los amigos habían quedado junto a mí, y era imposible deshacerse de ellas, hasta me acompañaban al baño.
Llegué corriendo a la playa de escombros de playa putos, sin bicicleta y sin Prozac, grité los nombres de mis amigos que eran los mismos que los de las sombras, como si en frente mío hubiese un océano capaz de devolverme los amigos de carne y hueso y llevarse sus incorpóreas y fantasmáticas presencias.

Soñé durante un instante la llegada de un barco capaz de navegarme a una fiesta en Copacabana, quise revolcarme en olas de pies negros, batucadas y tambores.
No había un océano capaz de nada, solo un charco negro y gigante que respiraba algo sucio,
emergían a la superficie bagres con bigotes contaminados de petróleo,
pronunciaban mi nombre,
y nadaban hacia mí para morir en la orilla de mis pies.

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