miércoles, 31 de marzo de 2010

Las facciones de la niñez se desdibujaban, se borroneaban como las fechas de los días en el pizarrón del colegio. Había que mandar las muñecas al cotolengo o enterrarlas en el jardín a escondidas de todos, lo mismo sucedía con la ropa. Ya no me estaban permitidas las blusas con volados, ni las remeras con dibujos.
Mi espalda se ensanchaba como un jugador de rugby, y se me abría el juego en una cancha ajena a la mía. Me parecía asqueroso eso de ser mujer y sangrar. Yo quería jugar a la mamá, no quería ser mamá.

Había escuchado decir a alguien “pienso, luego existo”, y oía adentro mío una voz, que se repetía y se repetía (una voz de pito) que me decía “sangro, soy mujer, sangro soy mujer”.
Nos habían contado el cuento de cenicienta en el jardín de infantes, todas habíamos sido educadas para buscar un príncipe que viniera a calzarnos el zapato justo.
Cuando nos crecieron las “lolas” (no se podía decir tetas porque era ordinario), cuando hubo que salir corriendo a comprar un corpiño, lo natural era buscar a la princesita en el espejo aunque fuéramos desagradables como sapos. La simetría no es propia de las adolescentes. Teníamos entre otras cosas, una teta más grande que la otra.

Algunas se mandaban a hacer el vestido de quince con el diseñador Benito Camelo. Nos hacíamos el brushing con algún peluquero de turno, que nos daba consejos sobre como eliminarnos los granos o esconderlos bajo un polvo marrón extraído de la tierra de los indios matacos.
Las salpicaduras del adolecer eran una lluvia constante de puntos negros y blancos que enterraban la dignidad y el amor propio bajo una montaña de pus. Hasta la más soberbia se volvía una pobrecita acomplejada cuando se brotaba.
-Sos un choclo, la única salida es ponerte una capa gruesa de base, arriba colorete, y también pellizcáte un poco los cachetes cada tanto- me decía mamá.

Cuando enviudó, el miedo a quedarse sola para siempre, la llevó a preocuparse seriamente por las arrugas. No había base, ni colorete capaz de combatirlas. Acudió al cirujano con un maletín negro con gran parte de nuestra herencia, contrató a un hombre forzudo para que la acompañara del banco a la clínica. Cuando fui a verla, la vi tan distinta que no la reconocí. Entré, estaba acostada en una cama mirándose al espejo, le dije: “disculpe señora, me equivoqué de cuarto”. Soy mamá, me dijo sollozando. Pensé que quizás había tenido un ataque de histeria en el quirófano y los médicos la habían cagado a trompadas. Después me explicaron que parte de la operación era que te desfiguren la cara. La miré bien y me di cuenta que tenía un aire de mamá pero no era mamá. Entonces la llamé por el nombre. Dejó de ser mamá y a partir de entonces para mí fue Eva.
Cuando me vestía para las fiestas de quince mamá me decía: “ponete los aros de strass”, quería que todas las demás caretas le dijeran: “que mona está tu hija, idéntica a vos.” Adolecer era nadar contra la corriente. Había que agradar más que nunca, y eso que nunca había estado tan desagradable.

Envidiaba a los hombres porque tenían una pistola en vez de un tajo. Me pregunté muchas veces porque ellos, masculinos, tenían una pistola y nosotras, femeninas, un tajo que sangraba todos los meses. Lo más lógico hubiera sido al revés.
Cuando el tajo sangró por primera vez sentí mucha vergüenza, le prohibí a mamá que dijera nada en casa. Papá se enteró por Ramona, la mucama, que solo podía estarse callada cuando comía. Papá escribió en un papelito “te felicito”. Lo dejó sobre mi almohada junto a un ramo de rozas. Mamá me regaló ropa interior y una docena de tampones. Me dio una bronca. ¿Por qué me trataban de golpe como si yo fuera alguien que yo no era? Levanté el ramo de rozas, vi que los tallos tenían espinas, me las clavé en las venas de las muñecas y fui caminando al comedor con la ropa interior nueva, desangrándome por todas partes.
Mamá escupió el bocado de kani-kama que tenía en la boca, se paró arriba de una banqueta y empezó a gritar, como si en vez de su hija, yo fuera una rata apestosa. Papá, borracho y nervioso se tiró el vino encima. LLamó a Ramona. Si no fuese por Ramona yo estaría muerta. Me vio desangrándome y corrió a buscar repasadores a la cocina. Me hizo un torniquete en cada una de las heridas de las muñecas.
Esa noche, a las pocas horas, papá tuvo un ataque cardíaco y la idiota de mamá le dijo por teléfono a su prima Zulema que yo había tenido una premonición, y que me había querido suicidar con un ramo de rozas regalado por él. No niego que odié a mi padre, y quise vengarme cuando me abrí las venas, pero no creo haber sido la culpable de su muerte. En el último instante, antes de que bajaran el cajón, tiré a la fosa el ramo de rozas. Mi madre, que al poco tiempo dejaría de ser mi madre y se convertiría en Eva, se conmovió y me abrazó. Pensé que papá jamás se hubiera imaginado que el ramo de rozas para mí acompañaría su cadáver. Yo era señorita y papá estaba muerto.

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