sábado, 24 de mayo de 2008

0 ( cero)

Todo empezó con el humo.
En un principio me vino ese viejo olor a hoja quemada,
a zanja en el medio de la ruta y hombres trabajando, olor a infancia
a falcon rojo y papá golpeando el volante en la Panamericana cuando nos peleábamos mis hermanos y yo en el asiento de atrás.
Rastrillos de noche, hombres de cajas toráxicos grandes con palas, fuegos naranjas,
cientas de hojas quemándose.
Al principio fue solo eso: una reminiscencia,
el chirrido de la quema en los ojos ardidos de melancolía,
lo que ya no está.
Más tarde la ciudad se volvió un garage con la salida clausurada,
un montón de autos encendidos orquestando una asfixia que no mata,
pero desespera
y provoca un grito que no llega a gritarse
para no abrir la boca y tragar el humo.

Algunos se pusieron barbijos. Vi a la salida de la iglesia niñas con moños en la cabeza y barbijos en la boca.
Madres plancharon vestidos de comunión, emblanquecieron barbijos.
Niñas que se volvieron enfermeras, jugaban con palitos
como si fueran herramientas quirúrgicas.
La infancia se volvió una gran sala de operaciones, no hubo a quién no se le despertase la vocación de abrir cuerpos y jugar con órganos.

Todos, digo todos
viviendo adentro de el humo. ¿Realismo puro o ciencia ficción?
Ya no recordé colores naranjas, ni rastrillos,
La melancolía de la infancia se quemó en el aire apocalíptico,
el humo parecía de camión, de auto, de colectivo,
estaba metido adentro de las casas, merodeaba
las cunas, los tejidos blancos de las abuelas,
los canapés de los mayordomos en las embajadas,
llegaba a la bombacha de la dama, al calzoncillo del caballero, al uniforme de la mucama que camina por Quintana, el policía de Flores, el garita de Martinez.
Las joyas de la avenida Alvear, las villa 31, el riachuelo entero,
los uruguayos tomando mate y humo nuestro.

Todos, fumata de campo.
Llegó a los barrios cerrados, a los consultorios de los psicólogos,
a los legajos, a los jueces, a los presos, las chicas y sus primeras fiestas de quince,
ninguna quiso ponerse el barbijo para no tapar el rouge de los labios.
Algunos se casaron y recibieron en la cara arroz al humo.
A los púberes el acne les salió negro (todos puntos negros), y en los funerales,
no había flores que pudiesen apagar el campo quejándose, incendiándose,
llorando a los hombres.
Los muertos bajaron a las fosas, parecían papel de diario arrojado a las chimenea,
y más de un vecino cuando hace el asadito de domingo, se acuerda del día en que enterró al viejo.
Todo se volvió un barrio cerrado: Smoke. Wellcome to Smoke.
Decían que respirábamos campos, pero la vida olía a caño de escape,
a apocalipsis.
Los ojos de todos atrás del humo,
sobre todo los del diariero a quién le comprábamos el diario rascándonos los ojos.
Los anteojos para leer se volvieron negros, los ojos rojos, abrillantados de lágrimas artificiales.
Las palabras salían de la boca al humo y se mimetizaban, ya no se diferenciaba
lo que decía uno del otro.
El pelo teñido de humo en las peluquerías, la nariz sucia,
respirar se volvió un trabajo. Me acordé de una instalación de Yoko Ono,
un cuarto vacío que dice: “respira”.
Nos reíamos.
Sabemos reírnos, no podemos no reírnos. Nos reímos siempre que podemos,
podemos siempre ( hay mucho, demasiado de que reírse). El aire se revalorizó,
subieron las acciones, y en esos días solo se demandaba aire fresco,
pero nadie podía comprarlo. Los aeropuertos cerrados, los pilotos descansando,
poniéndose al día con la vida en la tierra aunque fuera
una humareda. Sexo ahumado en Buenos Aires, le dijo una azafata inglesa un piloto inglés: ¿Do you want tu fuck on the smoke?
En los hoteles los turistas sexeaban con el aire acondicionado prendido
para que el humo no les arrancara el olor a sexo,
esperando que la franja gris le devolviera la visibilidad a los pájaros que los
devolverían a su país.
Bailando por un sueño en la televisión, cogiendo en el humo, mi reino por una vaca,
los fumones tirados escuchando “Air” para que el oído que se vuelva nariz.
Los trotadores de parques miraban al cielo con la endorfina adicta suplicando kilómetros,
y los pulmones deprimidos dijeron que no con la cabeza,
los restaurantes carnívoros vendían vegetales, se desesperaban por las vacas de huelga
que vaciaron las mesas, las billeteras.
Había que conformarse con un vaso de leche fresca,
algo que nos hiciera imaginar que éramos Heidi y Pedrito en los alpes
y el abuelo nos espera atrás de un ojo de huey.

Retrovil amanece con resaca y sin bicicleta en lo de Damvan, corre a la ventana.
¿Cómo está el humo hoy?

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