miércoles, 21 de mayo de 2008

Retrovil y Prozac ( II )

Retrovil acostada en la cama pensaba que lo que la había unido a Prozac
era la bicicleta.
Lo había conocido justo en la época en que había sentido esa misteriosa y auténtica necesidad de rodar.
Hubo un día en que las piernas ya no le alcanzaron, necesitaba ruedas como extremidades, no patines, dos ruedas grandes que la separasen varios centímetros del piso,
no una silla de ruedas,
necesitaba montar el rodado, sentirlo entre las piernas como un caballo,
un caballo con ruedas como piernas,
sin dientes que pudieran morderla y arrancarle otro pedazo de dedo.
Un caballo rodante como esos perritos trágicos a los que les amputaron las patas
y en vez tienen rueditas de carro de supermercado.
Se preguntó si los perros con piernas-ruedas también correrían carreras como los paralíticos en las olimpiadas. Se imaginó la calle Corrientes
sin autos, sin gente, con las putas de los carteles, y el gran Obelisco,
y miles de perritos diminutos rodando hacia el bajo sobre sus trágicas pierni-ruedas.
Esa imagen la conmovió.
Prozac había presenciado el hurto de la primera bicicleta, la que Retrovil había bautizado “Yellow Submarine”.
El hurto fue de madrugada en la puerta de calle de la antigua casa de Madvan.
El episodio había sido la crónica de una muerte anunciada. Al salir a comprar más cerveza, para multiplicar burbujas,
Prozac le había advertido sobre los peligros de dejarla a la intemperie, sola,
atada a un poste con un candado débil, expuesta a esos villanos,
que te quitan en un instante
la ilusión amarilla de rodar de noche por las calles desiertas
cantando “love, love, love” de los Beatles.
Ella, efervescente, no había querido oírlo, estaba demasiado apurada por subir a lo de Madvan a seguir burbujeando humo, cerveza, música y bailar con ellos
el desenfreno de la última noche en esa casa. La gran pérdida era abandonar para siempre esas ventanas del cuarto de Madvan, a través de las cuales se metían
los ángulos de las calles de adoquines, los árboles y los autos amenazantes que apuntaban siempre en dirección a él.
Solo había quedado de la Yellow submarine una filmación móvil en el celular de Mavdan, de una mañana única en que los dos habían rodado la ciudad en ancas,
sobre la Yellow Submarine,
atrapando el instante de perpetuo movimiento, de ciudad que no para,
una road movie en miniatura de ellos mismos sobre una bicicleta amarilla
después de una noche ácida en un mundo parecido a Kubrick, pero sin
glamour alguno, con texturas, formas, y colores extraordinariamente patéticos.

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